El quinto día del viaje marcó un antes y un después, al menos para mí. Fue el día más intenso, y en el que peor lo pasé. Quizás ahora, que escribo más de un mes después de que todo tuviera lugar, no fuera para tanto... pero en aquellos momentos, he de decir que lo pasé realmente mal, no sé si como nunca es mucho decir, pero sin lugar a dudas, fue uno de los peores días que recuerdo en toda mi vida.
Fue todo tan irreal e irracional, que llegué a rezar. No al dios cristiano que me inculcaron desde niño, no: ese no me parecía nada poderoso ni creíble en aquellas circunstancias. Recé a las deidades primordiales de la montaña, del bosque, de los árboles y de las rocas. Y en aquellos angustiosos momentos, creedme que recé de todo corazón y con todo convencimiento. ¡Quién sabe! quizás mis ruegos fueron escuchados y por eso estoy hoy aquí, frente a un ordenador, escribiendo el relato de aquel día.
Pero no nos adelantemos, y empecemos por el principio. Esta historia comienza el lunes 6 de octubre de 2025. Como dije en la entrada anterior, el domingo estuvo lloviendo todo el día, lo que nos obligó a cambiar los planes. Por eso, al día siguiente, la montaña despertó nevada. Sinceramente, en aquellos momentos ni lo pensamos; simplemente nos despertamos, vimos que el día estaba despejado y nos fuimos en coche al punto de inicio de la primera de las rutas que tenía planificadas para aquel día: la subida al Monte Viševnik.
Según íbamos llegando al punto de inicio (Hotel Pokljuka), la carretera se iba poniendo más y más blanca, y yo, que iba al volante, ya me empecé a poner un poco nervioso, puesto que no llevábamos cadenas. Por fortuna, llegamos al punto de inicio de la ruta sin mayor dificultad (la carretera había sido limpiada por quitanieves, y las cadenas no eran necesarias).
El monte Viševnik se veía a lo lejos, imponente y blanco... porque, en efecto, toda la ruta, desde el inicio, iba a ser sobre nieve. Nosotros no íbamos equipados ni con crampones, raquetas o algo similar. Llevábamos botas de montaña, pero nada más, el equipamiento que habíamos traído era para realizar senderismo y montaña sin nieve. Pronto esta carencia cobraría protagonismo.
Comenzamos a andar, y, de inicio, todo bien: un camino flanqueado por abetos, la nieve no molestaba y no hacía un frío excesivo.
Pero esta parte terminó pronto, y de repente la ruta seguía a través de unas pistas de esquí, y aquí llegamos a la primera dificultad: continuar subiendo por la pista, a parte de la endiablada pendiente, se hacía algo complicado porque ya estábamos hablando de cerca de medio metro de nieve, no demasiado dura, que provocaba que a cada paso introdujeras la pierna hasta la rodilla. Intentamos seguir por el bosque que estaba al lado de la pista, pero ahí la dificultad estaba en que metías los pies entre piedras y raíces... No era una subida nada cómoda, y nos costaba mucho avanzar.
Llegó un punto en el que decidimos dar media vuelta y rendirnos. Pero en ese momento aparecieron otros excursionistas, una pareja primero y luego otras dos personas. Hablando como pudimos en inglés con ellos, les preguntamos si ellos sabían llegar a la cima, si creían que era posible en un día como aquel y, ante sus afirmaciones, les pedimos que nos dejaran ir tras ellos para no perdernos y para ir por un sitio seguro.
Al principio les podíamos seguir el paso, pero no tardaron en distanciarse y de ellos ya sólo nos quedaban sus huellas frescas en la nieve. Para no perdernos yo iba con el GPS de mi móvil mirando en todo momento la ruta de Wikiloc, aunque, aun así, a veces resultaba complicado seguir correctamente el rumbo.
Pasadas las pistas entramos en un bosque que crecía en una ladera muy empinada. Subiendo no lo aprecié bien, pero sí me di cuenta de aquello más adelante, en la bajada, pero no quiero adelantar acontecimientos.
Seguimos la subida, y visto que ya no veíamos a los otros excursionistas, no nos importó demorarnos de vez en cuando para contemplar los bellos paisajes y sacar fotografías.
Y, de pronto, el bosque acabó. Los últimos abetos y matorrales dejaron paso a la roca descubierta. La nieve, en aquella altitud, se había congelado, y nuestros pies pisaban placas de hielo. Todavía quedaban varios centenares de metros por recorrer para llegar a la cima, pero a mí aquello ya me estaba dando bastante miedo. No por continuar la subida, que más o menos era asumible, sino pensando ya en la inminente bajada, que tenía pinta de ser complicada.
Llegados aproximadamente a este punto del mapa, nos encontramos con otros excursionistas que se habían plantado allí. Eran tres personas: dos alemanes y un chico sudamericano (afortunadamente, este último hablaba castellano), y nos dijeron que ellos no se atrevían a más y que iban a descender pronto.
Yo le dije a Maida que no pensaba seguir subiendo, y ella dijo que quería seguir hacia arriba. Le pregunté si le importaba si yo comenzaba ya el descenso, y como me dijo que no, que tirase hacia abajo, dividimos nuestros caminos.
Me quedé un rato en aquel sitio, viendo como la silueta de Maida se hacía cada vez más y más pequeña frente a la montaña, y comencé el tortuoso descenso.
El descenso fue horrible. Muy peligroso. Sentía como si cada paso que daba significara para mí una victoria frente a la muerte. Le pedía a la montaña que me dejara llegar sano y salvo abajo, le pedía a los árboles que me ayudaran dejándome sujetarme en sus ramas. Iba dando pasos pequeños muy lentamente.
Los excursionistas a los que habíamos seguido al principio pronto me adelantaron. Maida también llegó y me superó sin dificultad. Yo no era capaz de bajar. Tengo vértigo, aquellas pendientes escarpadas, aquellos barrancos blancos me tenían atrapado. No era capaz de respirar, estaba totalmente fuera de mí; no soy capaz de explicarlo bien, pero en aquellos momentos yo no era yo.
Así y todo, con mucha dificultad, habiéndome caído de culo infinidad de veces, logré llegar a la parte fácil. Casi lloro de alegría. No os podéis hacer una idea de lo mal que lo pasé, la angustia y la ansiedad que me provocó aquello.
Pero ya había pasado, y había que pensar en los siguientes pasos a dar. Comimos frugalmente unos sandwiches dentro del coche, y nos fuimos al siguiente destino: un paseo sencillo a la vera de la Garganta Mostnica. Uno de los lugares más bonitos por los que anduvimos en aquel viaje, según mi punto de vista. Fue una buena compensación por el mal rato que acababa de pasar.
La accidentada subida al Viševnik nos había llevado más tiempo del que debería. También nos había gastado más energías de las previstas, al menos para mí, así que, una vez más, decidimos recortar recorrido de la ruta de la tarde. La ruta que yo había buscado para realizar era esta. Es decir unos 12,5Km. Finalmente lo que hicimos fue este recorrido, es decir 3,5Km. Por cierto, para hacer esta ruta tuvimos que pagar 3€ en concepto de aparcamiento.
Aún así, el paseo por aquel bosque nos dejó imágenes tan bonitas como estas:
Terminado este breve recorrido al lado de la garganta Mostnica, nos volvimos hacia Kranjska Gora. Pero como habíamos recortado tanto el recorrido, al llegar a nuestro pueblo aún quedaban casi dos horas de luz del día. Además, a esas horas la carretera del Paso Vršič ya estaba abierta, así que decidimos hacer 25 de las 50 curvas de horquilla numeradas que constituyen ese mítico paso esloveno y llegar a la cima.
Antes de llegar a la cumbre, paramos un poco en alguna que otra curva con bonitas vistas y en la Capilla Rusa.
Llegamos a nuestro hotel siendo de noche, así que, como de costumbre, el resto de jornada fue empleado en cenar y descansar para estar preparados para la siguiente jornada. Eso sí, esta sería la última noche en Kranjska Gora.
Pero eso ya os lo contaré en la próxima entrada del blog. ¡Gracias por leerme!


















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