Han sido cinco semanas completas, más un fin de semana, un
total de treinta y siete días sin trabajar, sin leer correos, sin llamadas de
Teams. Treinta y tres de esos días he estado en Arenas, en casa de mis padres.
Hacía muchos años que no estaba tanto tiempo seguido de vacaciones y tantos
días consecutivos en mi hogar de la niñez.
Rápidamente, nada más llegar el sábado 13 de julio, me hice con
una nueva rutina vacacional. Y es que soy una persona de costumbres, improvisar
se me hace siempre un poco cuesta arriba, y, una vez improviso algo, en seguida
lo adapto como rutina a seguir.
Estando de vacaciones, dejé de diferenciar entre los días de
la semana. Durante este periodo, un lunes o un sábado se han diferenciado bien
poco para mí.
Levantarme tarde, arreglar la habitación, desayunar, jugar
con la Tablet (con el ventilador enchufado a la cara), ver algún capítulo de
alguna serie, o leer un poco según me apeteciera, comer, volver a ver alguna serie,
bajar a tomar café y leer El País en el Chicanos, e ir a bañarme y leer en El
Verde. Después, regresar a casa, ducharme, cenar, quedar con Rubén para pasear
y tomar algo y acostarme. Así, día tras día.
Necesitaba mucho esto: no hacer nada, aburrirme, estar solo.
Pero hacerlo en El Verde, en Arenas. La soledad y el aburrimiento en Madrid
duelen y hacen daño en el alma; en Arenas no, en El Verde me revitalizan y me
dan energía.
Amo ese lugar, ese charco: y no me canso de sacarle fotos. Estando allí, que se me pose un caballito del diablo en el pie mientras leo o escribo me hace sonreír. ¡Qué sencilla resulta la felicidad a veces! En ocasiones, durante estas vacaciones, he estado solo en El Verde: estando así, dentro del agua, me sentía uno con el charco.
Pero cinco semanas, aunque así escrito suene a mucho, se
terminan haciendo cortas. Y se acaban. Y uno vuelve a Madrid. El lunes por la
mañana enciendes el portátil del trabajo, y los cientos de correos electrónicos
son una montaña mucho más alta que las cumbres de Gredos que veía desde casa de
mis padres. Esta tarde iré a la piscina del gimnasio, que no llega ni a ser
lugar de refresco; la multitud que eran veinte personas en El Verde, en la
piscina se convierte en una barbaridad de doscientas personas, y no aguantaré ni
un capítulo de lectura antes de recoger e irme a casa. No voy a deprimirme,
pero no me gusta la rutina del trabajo, la rutina de Madrid.